miércoles, 30 de marzo de 2011

:: Buenas son las noches...



Arrastrándose lentamente llega la noche, y con ella se acerca el momento de irse a la cama. Es un movimiento lentísimo, incluso lastimero, el de la noche robándole el lugar al día.

En algún momento simultáneo al movimiento, he llegado a casa y me he puesto el uniforme de trabajo, que es, lo que siempre visto cuando no espero visitas, el pijama. Normalmente llego a casa con dolor de estómago, siempre es hambre. El ayuno continuado y autoimpuesto desde, en el mejor de los casos, cuatro horas, me causa molestos retortijones. Qué se le va a hacer, el mal ya está hecho: el monstruo tragador hace acto de presencia atracando la nevera y, minutos después cuando recupero la cordura, se que mi momento ha llegado. Cordialmente me despido de mis compañeras de piso y me retiro a la cueva.

Sobre la cama reposan mis restos: una masa informe de carne, sagre y huesos con la que no me identifico [nadie puede identificarse con eso] y lo que soy yo mismo, un perpetuo flujo de conciencia con demasiada autoestima. No se qué tiene la noche que siempre me hace sentir ingrávido. Quizás sea en el despliegue ingrato de su brazo cuando la conciencia humana se sobrecoge al elevarse al más puro grado el pathos humano.

La noche me da lucidez. Todo el día ando a tientas dando bandazos de un lado a otro, amodorrado entre los quehaceres obligados, pero al llegar la noche y encerrarme en mi cuarto, floto y levedo dejando abajo todo lo que no importa. Sólo quedo yo y lo que yo siento. No hay circunstancias de Ortega, no hay corporalidad de Merleau-Ponty, no hay políticamente correcto, no hay Gödel... Únicamente persiste el extraño sentimiento del diluirse en nada. Buenas son las noches...

Enrique Latorre-Ruiz



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